Cada año, desde septiembre, desempolvo la playlist de canciones navideñas que suenan sin descanso hasta que termine diciembre. Todos los años menos este. Este año, un vacío reemplazó la música navideña.
El 2024 ha sido—o en este punto ya casi puedo decir que fue—un año difícil de explicar. Viví algunos de los días más felices de mi vida cuando me casé en marzo. Celebré un logro que deseaba, pero jamás creí posible, cuando me aceptaron en mi maestría soñada. También enfrenté momentos duros que no quiero repetir, como cuando hospitalizaron a mi papá. Pero hace cuatro meses y nueve días, murió mi tío y mi familia vivió el dolor más profundo.
La muerte siempre se ha sentido como un concepto tangible para mí, un vacío perturbador que permanece presente, como un susurro constante. Si abro los ojos lo suficiente, ahí está el vacío, esperando. Este susurro se filtra en conversaciones casuales: cada vez que alguien, después de preguntarme la edad de Catsby, me pregunta cuánto tiempo viven los gatos, mi mente va allí. A ese lugar oscuro sin respuestas.
Cuando murió mi tío, mi psicóloga me puso la tarea de escribirle una carta para recordarlo, decirle lo que tal vez nunca le dije en vida y despedirme. Pero no he podido. Me da pánico cada vez que intento empezar esa carta y encuentro cualquier excusa para no pensar. Lo que sí he hecho, como ahora mismo, es escribirle indirectamente.
Viviendo en Nueva York, lejos de mi familia, puedo imaginar por momentos que él sigue aquí. Que todavía se encuentra con mi papá en la oficina todos los días, que los viernes sale a tomarse un whiskey y oír salsa, que si no hay sancocho el sábado, se va a Puerto Colombia a comer fritos, pero, sobre todo, que va a Playa Mendoza todos los domingos. Playa Mendoza, donde pasó sus últimas horas sin saberlo. En el mar, su lugar feliz, que también es el de mi papá.
Estando lejos, es posible olvidar la muerte por unos momentos.
Pero llegué a Barranquilla hace una semana, y es imposible ignorar el vacío. Se hizo palpable desde que aterrizó el avión. No es necesario abrir los ojos para saber que no estás aquí.
En diciembre hace dos años llegaste a mi casa a celebrar mi cumpleaños. Te presentaste a un amigo como “el tío Bobby, el tío bacano”. Me reí a carcajadas en ese momento, y también cuando relaté la historia a mis primos. Ninguno de nosotros te llamaba así. Siempre fuiste el tío Rober, pero también siempre fuiste un personaje de personajes.
Recuerdo que cuando era niña, mi mejor amiga no me creía que mi papá y tú no eran mellos. En un punto hasta a mí me hizo dudar y llamé a mi papá a preguntarle. No lo eran, pero es que siempre fueron tan parecidos. Los diferenciaba el tono de piel y el contraste de tu pelo parado, en comparación al de mi papá que jamás se despeina.
Hace unos años, mi papá llegó a la casa extrañado. Le había llegado la factura del club y le cobraban sesiones de rumbaterapia. Llamó a reclamar y le confirmaron, como si no fuera él mismo quien llamaba: “Sí, señor Edgardo, usted asiste a la clase tres veces por semana”. Ya en se punto el malentendido era claro: lo habían confundido contigo y no sé cómo nos sorprendió. Él único hombre que se atrevía a entrar en ese espacio tradicionalmente dominado por el cartel del tinto, aquellas doñas que parece que vivieran en el club y bailan sin despeinarse ni sudar y que, confieso, siempre me han dado algo de temor. No te importaba ser el único hombre en esas clases, tú lo que querías era bailar. Bailar por la vida.
Estoy escribiendo un libro inspirado en mi abuela que me ha llevado a reflexionar acerca de lo que queda después de la muerte: la inmortalidad de los recuerdos. En las sobremesas familiares, trato de absorber como una esponja las historias de infancia que cuentan mis papás y mis tías. De mis historias favoritas, muchas son tuyas. Como la única vez que alguien vio a mi abuela brava: cuando eras niño y una vecina te pegó no se sabe bien por qué, aunque confieso que no te defiendo del todo, porque seguro andabas haciendo alguna travesura. O cómo, al ver tus notas del colegio, te podrías encontrar con entradas tales como: “tres de octubre, se escapó del colegio”. O cómo abrías el periódico todos los sábados para ver a qué fiesta de quinceañera te podías colar, pues siempre tenías un saco limpio y una corbata bien planchada para cualquier ocasión.
También están las historias que yo recuerdo: Cuando prácticamente me salvaste ese día en Santa Marta que casi me trago la cuchara plástica del helado de Mimos. O cómo siempre fuiste la persona que más duro cantaba las canciones de cumpleaños, sin la pena que nos daba a los demás. O cómo mantenías a tu público hipnotizado durante todo el tiempo que te demoraras contando un chiste, como el del pan que habla, cuya rendición podía fácilmente durar media hora. Y, por supuesto, cuando te rogábamos hasta el cansancio para que por fin nos cantaras La piscina de mi casa, así en tu casa no hubiera piscina.
Tengo tantas anécdotas que podría llenar un libro entero, pero permíteme contarte una de mis favoritas. Así como a ti, a mi hermana Mayi no le iba tan bien en el colegio. Los días de notas, mis papás, Mayi y yo hacíamos la misma procesión. Primero recogíamos mis calificaciones de elemental, y todo era risas. Caminábamos hacia el bachillerato y el ambiente cambiaba apenas pasábamos la capilla que separaba elemental del colegio de grandes. Al llegar a su salón, la profesora le entregaba las calificaciones de Mayi a mis papás, y las sonrisa pasaban a ser dos líneas rectas interminables. Mis papás caminaban dos metros adelante, con Mayi siguiéndolos a la distancia, y recorrían las aulas de clases pidiendo explicaciones a los profesores. En cambio, los buenos alumnos salían sonrientes y abrazados por sus padres orgullosos.
Un afortunado día de calificaciones, mis papás estaban de viaje y te pidieron que nos acompañaras a buscarlas. Cuando salíamos de bachillerato, Mayi te contó acerca de las procesiones que hacíamos con mis papás y te explicó cómo, por los gestos de los padres, se podía identificar a quiénes les había ido bien y a quiénes no tanto.
Tú, famoso por haber sido expulsado de varios colegios, la miraste con cara de complicidad y le preguntaste: "Así es la vaina?”. Sin dudarlo, la abrazaste mientras vociferabas lo orgulloso que estabas de ella.
Estas historias me han ayudado a contemplar el vacío de otra forma. Me ayudó a resignificar mi recuerdo de la última vez que te vi.
Fue en mi casa, cuando fueron todos los hermanitos a visitar a mi papá, que por fin había salido de la clínica. No pudiste visitarlo en el hospital porque estabas resfriado, pero no hacía falta que lo dijeras para que todos supiéramos lo mucho que querías estar allá cuidando a tu hermano mayor. Después de esos días de encierro, mi papá solo quería sentarse entre las palmeras del jardín. Llegaste a verlo y se abrazaron, dándose las tres palmadas en la espalda correspondientes, pero ese abrazo duró un poco más de lo habitual. Para ustedes, que todo lo habían vivido juntos, que de pelaos compartían hasta los calzoncillos, esos diez días podían haber sido un siglo. Me acuerdo mirar a tu ahijada y ambas tener los ojos aguados. Tomé una foto de ese momento sin que se dieran cuenta. Era la descripción visual de cómo se veía el amor de hermanos.
Iba camino al aeropuerto esa última vez que te vi y te dije que me cuidaras a mi papá. A lo que me respondiste: “claro, nena, siempre, por supuesto”.
No podía llegar a imaginar lo que llegarían a significar esas palabras, la forma como lo llegarías a cuidar dos meses después. Te confieso que yo no sé en qué creo. Si existe el cielo o algo más allá. Pero tu hermano, el ingeniero eléctrico, desde pequeña me inculcó esa frase de que la energía no se crea ni se destruye; se transforma.
En esos días después del entierro, alguien llamó a mi papá y le dijo que, cuando alguien vive, está a nuestro lado, pero cuando alguien muere, está dentro de nosotros. El vacío se siente, pero sigues aquí. Tú energía se transformó. Estás en las historias que nos contamos, en los gestos que tus hijos heredaron y en el mar que te abrazó por última vez. Te transformaste en la energía que unió a mi familia más que nunca. La que está detrás del hecho de que nos digamos que nos queremos con más frecuencia. Tu cariño estuvo en las flores que me mandó tu hijo en mi cumpleaños. Estás en el hecho de que estos últimos meses he intentado tomarme las cosas menos en serio y asumir lo mejor en los demás. En la enseñanza de que siempre hay que saludar y sonreír y en los abrazos que ahora duran un poco más. En el mar de Playa Mendoza. En todos los mares. En la paella, las Costeñitas, los guandules. Detrás de la mamadera de gallo y la flauta salsera. Estás, sobre todo, en mi papá.
El vacío se siente.
El vacío es enorme.
Pero sigues aquí.
Por siempre.
Vuela alto, tío Rober.
Recuerda: No feeling is final
Un abrazo,
Cata
Qué preciosa carta e imagen. Un abrazo para ti. 🤍
Estoy segura de que estas palabras llegaron a tu tío Rober, en donde sea que esté. Me gusta pensar que es así. Te mando un abrazo muy grande.. la vida siempre con altos y bajos.